Retratar la ciudad desde la perspectiva de sus carencias con solo papel y tinta parecería una tarea imposible. Sin embargo, Roberto Martínez logra conjuntar varios de sus elementos más antagónicos en sus piezas. La diversidad humana transformada y uniformada por la convivencia desmedida con el automóvil, que termina tocando además, nuestra vida cotidiana. En El Ballet de la Acera nos damos cuenta de la gran contradicción en la que hemos derivado nuestras ciudades, el paisaje sobre pasa la escala humana, dejando nuestros rostros detrás de la máscara, como un elemento de supervivencia que, nos impide reconocernos, dejándonos en un entorno que solo nos permite transitar las calles por el tiempo que dure el filtro de la mascarilla.
¿La ciudad que nos muestra Roberto es el entorno que realmente deseamos crecer y vivir? La acera, es todo el espacio designado a toda nuestra humanidad, donde todos debemos caber pues lo demás ha sido cedido al coche. El problema es como llegamos a cada banqueta, y desde ahí empieza el ballet, pues ellas se conectan por medio de los pasos peatonales que, según los que toman las decisiones, es el espacio para las personas. Este espacio es más un área residual, que una garantía a la vida humana. Las invasiones a este reducido espacio se dan en todo momento, pues no solo es el coche al que se le cuestiona en esta obra, también a ciclistas que invaden el paso peatonal. El ballet entonces no es una metáfora a la belleza de la armonía, sino que este ballet es de pasos torpes y agresivos, los danzantes estamos a la suerte, sin que tengamos una dirección. Carece de un director del ballet, los interpretes estamos a la suerte de nuestras propias capacidades, surgiendo una especie de ritual de cacería, donde la integración de los que participan, es de la jerarquía, del espacio que cada uno ocupamos en la vía pública, que está determinado por la carrocería, por el medio de transporte, y no por nuestro cuerpo.
Esta exposición es un testimonio, es resultado de la experiencia del autor en su entorno urbano inmediato, de ese viaje de un poco menos de 2 horas que todos los días debe realizar para trasladarse de su casa en Tláhuac, hasta el corazón histórico de la CDMX. Su mirada es no de un espectador al que la ciudad le sucede, el ballet de la acera refleja todo el andar de él por la ciudad, de los muros que los edificios sobre ella levantan, de todas las danzas que se deben realizar para subir una banqueta, cruzar una avenida, de la eterna espera al semáforo para cruzar al otro lado si se tiene suerte, de lo contrario las personas deben esperar a la buena voluntad de alguien que recuerde que el peatón es primero y le ceda el paso.
La instalación de bicicletas blancas es una denuncia, por todo lo que tienen pendiente las ciudades con sus víctimas, porque las 17,000 muertes por hechos de tránsito se suman a la violencia que vivimos día con día, y por eso la importancia de la colocación de estos memoriales pues estas víctimas no solo afectan a familiares y amigos, nos afectan a todos, pues normaliza el miedo a salir a la calle, a la violencia vial, a la inequidad por la falta de espacios dignos para todas las personas que no se mueven en un automóvil.
Del ballet de la acera resalta una pieza, que es a color, que te invita a tocarlo, a recordar otra etapa en la que en la ciudad se podía disfrutar sin riesgos. Esta pieza quizá es una ironía, el caballito de madera, emerge en la sala como un recordatorio de que la ciudad también debe ser un lugar divertido, de encuentro e interacción con el otro, de que necesitamos espacios para desarrollarnos sanamente, dejando atrás la mascara para mostrar la sonrisa.
Antonio Godoy González Vélez.
Coordinador Futuro Para Nuestra Ciudad
Bicivilízate Michoacán, A.C.